04/09/2016

Locales

Critiquemos nuestras decisiones

Por Romina M. Barbisan



¿Cuántas veces reflexionamos acerca de las decisiones que tomamos? Pensemos, por ejemplo, cuando tenemos que decidir las compras de comida para la semana, ¿nos detenemos a analizar qué lugar es más conveniente? ¿Conocemos los precios de todos los productos en todos los lugares posibles para comprar? ¿Evaluamos todas las alternativas posibles de compra? ¿En base a qué justificación seleccionamos una opción como la mejor? Estos interrogantes nos conducen a entender que, en realidad, cualquier proceso de decisión dista mucho de ser óptimo y eficiente. Numerosas investigaciones han analizado el concepto de racionalidad, comúnmente utilizado como equivalente a "inteligente o cuerdo". Según la teoría de la decisión, la racionalidad refiere a la elección de una alternativa preferida, de acuerdo con un sistema de valores. Sin embargo, lamento desilusionar a los lectores explicando que la racionalidad objetiva no existe. El comportamiento humano resulta incapaz de alcanzar la perfección en la elección por tres razones: 1. No podemos conocer todas las consecuencias, ya que nuestro conocimiento de la realidad siempre es fragmentario; 2. Dado que los valores que adoptarán pertenecen al futuro, sólo podremos anticiparlos de manera imperfecta; 3. La racionalidad exige la elección de la mejor alternativa entre todas y sólo se nos ocurren unas pocas combinaciones para evaluar.

Esta limitación se complejiza aún más cuando debemos tomar decisiones difíciles. En este caso, ya no se trataría de una operación rutinaria como comprar el pan, sino que podríamos pensar, por ejemplo, cómo serían nuestras decisiones ante la compra de un inmueble. Se denominan decisiones no estructuradas, ya que no existe un plan o respuesta previa, sea porque responden a situaciones que no han surgido antes o porque su naturaleza requiere un tratamiento a medida. Estas circunstancias, novedosas y complejas, generan aún mayor necesidad de reflexionar acerca de cómo decidimos.

Las dificultades en la toma de decisiones no sólo se entienden por las limitaciones de nuestro conocimiento, sino que también influyen otros condicionantes tanto individuales y grupales como organizacionales. Así, nuestra personalidad puede ser un factor determinante de cómo decidimos. Por ejemplo, las personas optimistas poseen un mayor grado de autoconfianza otorgándole un peso desproporcionado a la información positiva que reciben y, por lo tanto, deciden con menor aversión al riesgo. Además estas personalidades suelen disfrutar de un alto grado de autoconvicción que los alienta a conceder un lugar preponderante al uso de la intuición en la evaluación de alternativas.

En cambio, las personas pesimistas tienden a acentuar el impacto de la información negativa tomando decisiones más precautorias.

Por otro lado, las características biológicas de cada individuo también repercuten en las elecciones: edad y generación, estado actual de salud, dificultades médicas pasadas, capacidad para soportar situaciones de estrés, entre otros. De la misma manera, las experiencias vividas dejan su huella en el cerebro, de modo que se genera sensibilidad ante ciertos temas o compromisos con diferentes proyectos, lo que condiciona asimismo los análisis realizados.

De igual manera debemos estar alertas ante los errores que produce nuestra mente, llamadas trampas psicológicas ocultas. Entre ellas podemos mencionar, a título ilustrativo, la trampa del ancla: cuando se pondera en mayor proporción la primera información recibida subordinando los pensamientos o juicios posteriores. O la predisposición a la hipótesis, cuando sólo aceptamos información que respalde nuestra creencia y descartamos aquella que la contradiga. Así, se han investigado numerosas trampas o errores mentales. Lo importante es ser conscientes que del total de operaciones que realiza nuestro cerebro, este sólo se conecta en una porción muy pequeña con el mundo exterior; el resto es procesamiento interior. Esto significa que nuestras necesidades, deseos, sueños e ideas filtran y condicionan nuestra visión del mundo externo.

Asimismo, factores como la cultura de una organización, la estructura o el mapa de poder limitan la libertad del decisor. Los valores, mitos, historias y lenguajes que identifican una institución influencian las percepciones del sujeto sobre la realidad, lo cual modela no sólo las formas esperadas de pensar, sino también de actuar. Por otro lado, las relaciones de poder que se forman en torno a cada estructura organizacional determinan, por ejemplo, los objetivos e intereses que deben perseguir las decisiones colectivas.

Por todo lo explicado, y entendiendo que mejorar la calidad de las decisiones es fundamental también para las organizaciones, en el Grupo Análisis Universitario actualmente nos encontramos investigando sobre los factores condicionantes en los procesos decisorios de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Particularmente mi proyecto focaliza en las decisiones estratégicas del Cuerpo Académico, con el objetivo de contribuir al desarrollo de la profesión docente. En definitiva, se trata de pensar sobre nuestro pensar, de reflexionar sobre la magnitud de nuestra subjetividad. Un decisor eficiente será aquel que realice profundos juicios críticos de sus análisis, sustentado en información oportuna y completa, que le permita elegir el camino óptimo sin ataduras.



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